"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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UNA NOCHE EN EL MUSEO DE HISTORIA

UNA NOCHE EN EL MUSEO DE HISTORIA © Jordi Sierra i Fabra 1981 En el mismo momento de cerrarse las puertas del Museo y propagarse el primer silencio de la noche, la armadura se desperezó. —¡Uuuuuuooooooaaaaay! Un ruido de latas se esparció por las diversas salas, apartando de nuevo al silencio. Este, muy molesto, se quedó en un rincón, refunfuñando contra todos los que se metían con él y no le dejaban expandirse a su gusto. —¡Con lo agradable que soy! —protestó inútilmente. El “clang-clang” de las distintas partes de la armadura hizo que un solemne mueble de estilo francés abriese sus ojos. —¡Pog favog! —gruñó—. ¡Que güido más desaggadable! —Mira que llevas tiempo aquí y aún no sabes hablar sin acento —le reprochó un reloj antiguo. El mueble se hizo el distinguido. En realidad era muy engolado el pobre, pero también simpático. Por lo menos a veces. La armadura habló con su potente voz metálica. —¡Hoy es veintiuno de julio, y se cumplen cuatrocientos años de la gran batalla! —¡Vaya! —suspiró un hacha prehistórica—. Hoy vamos de aniversario y batallita. La armadura siguió hablando sin hacerle el menor caso. —¡Avanzaba yo por el camino, sembrado de armaduras derrotadas, sobre un blanco alazán que relinchaba por el olor del triunfo…! —¡Ya será menos! —le quitó importancia un bodegón lleno de frutas adornadas con flores. —¿Cooooooooómo que ya será menos? —se enfadó la armadura—. ¿Acaso ves en mí alguna abolladura, algún golpe o deterioro? ¡Deberías haber estado allí! —En primer lugar, soy un cuadro, así que paso de guerras; y en segundo lugar, cada dos por tres vienen los equipos de restauración y te ponen grasa y te dan brillo, que si no… ¡Me habría gustado verte en su momento! —¿A mí? ¿Brillo a mí? ¡Eso te lo harán a ti! —gruñó la armadura—. ¡Tú sí que estás perdiendo el brillo, que ya no se sabe si eso que tienes ahí es un melocotón o una naranja! Además, ¿no puede una celebrar sus aniversarios? —Cada año lo lo mismo. —Bueno, ¿y qué? ¿No celebraste tú el tuyo hace poco por el centenario del nacimiento del que te pintó? —Tú lo has dicho: centenario. Eso es una vez cada cien años. De todas formas yo soy Arte, con mayúscula, mientras que tú… —¿Yo qué? ¡Vamos a ver! La armadura rechinaba feroz. Una enorme espada, todo un pesado mandoble, encerrada en una urna de cristal y que descansaba sobre una delicada tela de color rojo, la interrumpió. —¡Eh, eh, no grites tanto! ¡Hay que ver cómo te pones en un santiamén! ¡En todo caso, la que conquistó tierras y ganó batallas, fui yo, empuñada por el rey! —¿Y quién protegía al rey? —no se arredó la armadura—. De no ser por mí, cualquiera hubiese podido matarlo, y entonces, ¿qué habrías hecho tú? ¡Nada! ¡Estarías fundida! —No sois más que dos pedazos de hierro hechos para la violencia, y vuestra historia no es más que la historia de la sangre vertida por la humanidad en tantos siglos de guerras espantosas e inútiles —se estremeció un bello jarrón griego. —¡Las conquistas son las que han forjado el mundo! —se defendieron al unísono, ahora de acuerdo, la espada y la armadura. —Y la cultura es lo que lo ha mantenido —les despreció el jarrón—. Si hubierais conocido a los personajes que llegué a conocer yo. Si os hubieran tocado las manos de grandes hombres y mujeres como a mí. ¡Hasta la mismísima Cleopatra bebió un día de mi cuello! —¿Cleopatra? ¿Quién era Cleopatra? El jarrón griego miró horrorizado al que acababa de hablar, un viejo motor de avión. —¡Cuanta ignorancia! Serás… tosco. —Yo volaba muy alto, pequeño —se pavoneó el motor de avión—. En mis tiempos surcaba el cielo y eran las personas las que viajaban dentro de mí. Hoy, lo de volar, ya no es lo que era. Habrías tenido que verme cuando… —¡Oh, cállate ya! —bufó por su chimenea una primitiva y enorme locomotora de vapor—. Yo sí que abrí nuevos caminos y propagué el progreso. Tú ya lo tuviste todo hecho, sólo fue cosa de ir más rápido. Pero sin mí, el ser humano no habría avanzado tanto ni tan eficazmente por la faz de la tierra. —Pero… ¡qué aburrimiento! —se estremeció el motor de avión—. Siempre viajabas por el mismo sitio, sobre tus eternos railes, viendo los mismos paisajes y las mismas cosas, una y otra vez. En cambio yo… ¡era libre! Volaba por dónde quería y veía el mundo entero. —Y dabas miedo a los que iban dentro de ti, mientras que mis pasajeros… —empezó a hablar la maqueta de un gran barco de cuatro chimeneas. —¡Tú cállate, enano, que no eres el original y no tienes de que presumir! ¡No eres más que una copia a escala! ¡Aún hay clases! —protestó un reloj antiguo. —¡Eres más pesado que los dos pedazos de plomo que te cuelgan de las narices! —¡Yo no tengo narices, sino una complicada y refinada maquinaria que…! ¡Cliiiiiiiiiiiing! La hermosa lira renacentista había hecho sonar una de sus cuerdas melodiosas. Todos la miraron a ella. —Habláis y habláis. Aturdís y aturdís. ¡Oh, cielos, qué horror! ¿Por qué no sois más armoniosos, como yo? Y eso de alardear tanto. Pero si ya no servís para nada. De aquí, la única que aún es útil, soy yo. —Serás muy útil todavía, pero estás en este Museo, como todos los demás, no te fastidia la refinada —se quejó la silla en la que se sentaba el guarda del Museo cuando había poca gente—. ¿Y quién sabe tocar hoy en día la lira? ¡Cualquier día te cambian por una guitarra eléctrica! —¡Tú a callar que no perteneces al Museo! —resopló muy digno un carricoche—. ¡Faltaría más que dejásemos intervenir en nuestras conversaciones nocturnas a… a los vulgares! —¡Yo no soy vulgar, esperpento! —se defendió la silla—. ¡Cada noche estáis con lo mismo. —¡Silencio! Dentro de cien años tal vez estés en un Museo, como parte de su colección, y entonces recordarás, como nosotros y nosotras, tus años de juventud. Pero ahora… ahora nos toca a nosotros recordar lo que hemos vivido. —Lo que hemos hecho en la historia. —Lo que ha sido grande. —Lo que ha hecho posible que estemos aquí. —Eso. La silla enmudeció después de la refriega verbal que le vino de tantas partes al mismo tiempo. Pero, en voz baja y para si misma, exclamó algo parecido a “Clasistas”, “racistas”, etc. Los objetos del Museo se miraron entre sí con egregia autoridad. —Bien —continuó la armadura—, antes de mi interrupción decía que hoy hace cuatrocientos años de… —¡Eso ya lo has dicho! ¿Vas a pasarte la noche recordándonoslo?—la interumpíó una antiquísima escopeta de dos cañones, con la madera y los herrajes bellamente labrados. —Yo sí que podría hablar —aseguró el cuadro de un rey—. Tengo la imagen del protagonista de vuestras hazañas. —Pero eres sólo una pintura —dijo desdeñosa la espada. —¡Pero sin mí nadie recordaría al rey! —Nadie recuerda al que me llevaba a mí —apuntó el hacha prehistórica—. Pero apuesto algo a que se hubiera bastado él solito, conmigo en la mano, para acabar con vuestros héroes de pacotilla. ¡Menudo elemento era mi dueño! ¡Que bestia! No necesitaba una armadura, no, y peleaba con mamuts a pecho descubierto. —¡Bah, un troglodita! —Alto como un castillo y capaz de abatir a la bestia más feroz de un sólo golpe —se defendió el hacha del insulto de una corona real. —¡Cuantas tonterías me veo obligado a escuchar cada noche! —lamentó un teléfono viejísimo. —¿Más de las que habrán dicho por tu auricular cuando funcionabas? El teléfono vibró indignado. —Pedante, fatuo, engreído, pedazo de… de… ¡de hierro fundido! El trozo de campana protestó airadamente. —¡Grosero! —Ya estamos como cada noche —suspiró para sí misma la silla del guarda del Museo—. Ahora… a gritar. No se había equivocado. Todos los objetos se pusieron a hablar al mismo tiempo, defendiéndose, atacándose, hablando de su historia, alardeando, tratando de demostrar su importancia propia y en comparación a los demás. —¡Si nos ponemos a faltar, yo…! —¡Mereceríais que pudiera volver a funcionar y…! —¡Yo aún puedo funcionar! —¡No sois más que unos anticuados que os caéis a pedazos! —¡Yo sí qué…! —¡Pues yo más! —¡No! —¡Sí! La discusión duró varias horas y ni siquiera se dieron cuenta de que amanecía. Seguían gritando, recordando, suspirando por sus buenos tiempos, cuando todos eran jóvenes. Cada cual con su batallita. ¿Alguien hubiera podido decir que, en realidad, todos se querían… y se necesitaban? Pues sí, así era, porque el Museo, con todo lo que contenía, simbolizaba algo importante para merecer el futuro: la historia.. Y todos formaban parte de ella. No habrían existido los unos sin los otros. Fue la silla la que de pronto gritó: —¡Callaos, callaos, que ya están aquí, silencio! Enmudecieron de golpe. La armadura, la espada, el reloj antiguo, el motor de avión, el hacha prehistórica, el jarrón griego, la lira, la locomotora a vapor, el cuadro, el teléfono… todos. Las puertas del Museo se abrieron y el viejo guarda, que también tenía sus batallitas y cuando podía las contaba al público, dio una ojeada a las salas para ver que todo estuviera en orden. Una vez comprobado que así era se encaminó a la puerta principal y los primeros visitantes entraron en aquel templo de la cultura y la riqueza de la memoria. Nada menos que el Museo de Historia de la ciudad. Aquel día visitaron el colegio siete colegios y no menos de mil personas. Un enjambre de niños y niñas recorrió las salas escuchando a sus profesores, que les hablaban de cada pieza histórica. Al glorificarlas, éstas deslizaban una invisible mirada hacia las demás. Pero como todas tenían su momento de gloria, al final también todas se ufabanan felices. —Y esta armadura fue llevada por el rey… Aquí tenemos la primera locomotora de vapor que marcó un hito en… Este bellísimo cuadro fue pintado en el siglo… Este jarrón fue hallado en unas excavaciones y se cree que… ¿Os imagináis al hombre que sostenía esta hacha prehistórica?… Los niños y las niñas lo miraban todo boquiabiertos. Imaginaban. Claro que imaginaban, porque la mente es poderosa. Soñaban. Vivían. Abrían sus bocas con pasmo. Aunque no faltaban los que correteaban por entre los objetos y hacían diabluras ante los asustados corazones invisibles de éstos, que temían acabar su historia hechos añicos contra el suelo. Los turistas extranjeros, muchísimos, hacían fotos y hablaban en lenguas desconocidas para los demás. Los locales aprendían. Nadie se aburría. Aquel día, sin embargo, se produjo un acontecimiento especial. Por la tarde, una nueva pieza fue traída al Museo. Siempre que esto sucedía, las que ya estaban allí gruñían invariablemente, quejándose por la falta de espacio y otras monsergas, aunque siempre acababan apretándose a la fuerza, para dejar espacio a la nueva adquisición. Y aquel día lo que llegó al Museo fue algo increíble. Sensacional. ¡Un autentico traje de astronauta! ¡Uno de los primeros equipos que había estado en la Luna! ¡Caminando por ella! Bien, bien, bien, aquella noche todos volverían a contar sus batallitas juveniles, sus heroicidades y, para empezar, al unísono, se meterían con el recién llegado, ¡vaya que sí! ¡Era el novato! ¡Que no pensara el traje de astronauta que por ser el último y más moderno, y por tanto el más joven, iba a comportarse de forma diferente! ¡Ni hablar! Sería una estupenda noche. Pero luego… luego lo escucharían. ¡La de cosas interesantes que podría contar de su expedición a la Luna! El despegue, la nave, el paseo por el espacio, los peligros de la misión, las anécdotas, cómo era el ser humano que lo llevaba puesto, lo que vio en la Luna… ¡La Luna, nada menos! Sí, aquella sería una buena noche. Una noche diferente y singular. Esto comenzaría a suceder, como siempre, en cuanto se cerrasen las puertas del Museo. Entonces sería la hora de volver a vivir. La Historia. Siempre ella. Saber de dónde venimos para tratar de entender qué somos y a dónde vamos. La Historia, siempre ella. El traje de astronauta miró con curiosidad a su alrededor. “Cuanto vejestorio y cuanta antigualla —pensó para sus adentros dándose ánimos—. ¡Van a ver esta noche!”

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